Falling inside the black// Genevive Snape

Me debatía entre la duda, el recelo, y las ganas de comprobar realmente lo que la mayor parte de mis amigos me decían; muchos de los leones no podían comprender cómo el hijo de Harry Potter, aquel que demostró ser tan inteligente y carismático como su padre y su abuelo, gran defensor de los derechos de los muggles y sangre mestiza, podía tener una relación muy cercana con la hija del ex Director de Hogwarts, miembro de la casa de las serpientes. Pero a pesar de mi recelo, Genevive había demostrado que los libros no se juzgaban por su cubierta, ya que era una chica interesante, divertida y bastante astuta con la que disfrutaba tanto charlar que había aprendido a ignorar los cuchicheos de los alumnos cada vez que llegábamos juntos al Gran Comedor, riéndonos de alguna broma aguda que yo le había formulado, y la más aguda respuesta de ella. Pero de un tiempo al actual Gene actuaba como si fuera otra persona, comportándose de manera cortante y haciendo que los comentarios hirientes de Albus y Scorpius se quedaran pequeños con sus insultantes observaciones hacia mi persona.

Yo era alguien bastante terco, por lo que me negué a creer que la opinión de chicos que no tenían nada que ver en nuestra relación fuera un factor importante en su cambio de comportamiento, por lo que seguí intentando acercarme cada vez que me dejaba, o la veía algo alejada de sus amigos Slytherin que, sinceramente, me caían tan mal que me sentía enfermo cada vez que cruzaba mi mirada con ellos. Y así fue como llegué a mi límite, considerando en retirarle no sólo la palabra, si no mi amistad a la chica rubia, pero al mismo tiempo sufriendo porque había empezado a sentir cosas poco prácticas por la hija de Severus Snape. Hasta el momento en que uno de los miembros de mi casa me había pasado el dato de que Gene había torturado a un alumno de Ravenclaw por órdenes de nuestro nuevo Director, no había aceptado que había algo mal con ella. Pero ese era el límite, tenía que saber que desaprobaba su actitud y que si quería seguir el camino de su padre antes de arrepentirse de sus errores, era algo que no cursaría con James Sirius Potter como su amigo, o aliado. Por lo que con ayuda de Pop, mi lechuza, le envié una rápida nota que garabateaba algo muy parecido a:

“Genevive.
¿Qué demonios te pasa? No eres la chica que conocí hace ya tiempo, y no quiero perderte como lo hice con mi hermano menor. ¿Te dignarías a hablar con un Potter que acude a la casa de los leones? Si aceptas, encuéntrame debajo del sauce boxeador al anochecer.
James”.

Aprovechando que había adelantado los deberes de la profesora Oswald, ella me había dejado salir temprano, por lo que salí corriendo del castillo para llegar con una buena hora a nuestro lugar de encuentro. No sabía que esperar, por lo que llevé el mapa del Merodeador y la capa invisible ocultas en mi bolsillo; no quería utilizarlas, pero si Gen en verdad se había convertido en una Bellatrix Lestrange más joven – y evidentemente más atractiva – tendría que salir corriendo antes de que las cosas se pusieran realmente mal. No esperaba sufrir daños físicos por una simple charla, pero la perspectiva de la muerte o la expulsión – como bien diría mi tía Herms – eran tan amplias con éste nuevo régimen que batirse en duelo en los terrenos de Hogwarts había dejado de ser sensato para todos aquellos que no portaran una serpiente en su pecho.

Cuando llegué al árbol, para mi consuelo, éste estaba vacío, por lo que dediqué mi tiempo a intentar – y no lograr, por enésima vez – encontrarle el truco a eso de convertirse en animal. Había logrado que mis orejas se volvieran castaño negruzco y les saliera mucho pelo, aparte de mejorar mi audición, pero la transformación completa seguía escapándose de mi entendimiento. Frustrado, agité mi varita e hice desaparecer las ridículas orejas y el remedo de cola que había logrado transformar, pero antes de que los efectos se desvanecieran del todo – ventajas de ser perro parte 1: un oído de miedo – pude escuchar unos suaves pasos sobre la maleza, tan tenues que llegué a pensar que eran parte de mi muy activa imaginación.

- ¿Genevive, eres tú?

Mantuve mi varita firmemente sujeta en mi mano, porque por muy amiga mía que pudo haberse convertido, no era tan estúpido como para confiar en forma ciega en una chica que ya no conocía del todo.